Primera edición Plan B - noviembre 2008

Diego Propato

CRÓNICA DE UN CUENTO
Supermercados Chinos y Supermercados Cochinos, Pasen y vean. Que Ciego Canta y En Penumbras Pelea... Ese Último Almacén…

Que el 70% de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires, padezca estrés y que gran parte de este porcentaje tenga que automedicarse, fumar marihuana y/o cobijarse en el diván de un psicoterapeuta es como mínimo preocupante.
¿Cómo elegimos vivir? Las funciones de contención social que recaían no hace tantos años, en
los clubes de barrio y sociedades de fomento, hoy parecen perder terreno, en manos del Shopping. O en ese otro lugar tan apropiado para el recreo del diálogo autista y la práctica monosilábica: el cyber café. El almacén de la esquina, tan emparentado con buena parte del siglo XX, es hoy una rara abis, una especie casi condenada a la extinción.
La historia que se narrará a continuación, intentará mostrar la lucha conmovedora de un psicótico (Carlitos), en medio del manicomio gigante como en reiteradas oportunidades es Gran Urbe, que en su ritmo alocado, impone condiciones y necesidades desmedidas, disparatadas. Que parece empecinada a acrecentar la fobia social.
Al congregarse con los parroquianos autómatas de un supermercado, Carlitos siente la necesidad de recuperar el poder de la palabra. De no querer más, ser un indiferenciado miembro del rebaño. Le costará mucho y tal vez no lo logre ni en diez reencarnaciones seguidas. Pero nada más que por el anhelo de su corazón romántico que intenta reverdecer un viejo ícono barrial como es el almacén de barrio, ante una realidad que a veces se presenta tan humana como una picadora de carne (humana). Por no creerle a los monstruomercados cuando nos dicen: “Te quiero”. Tal vez sea sólo por esos raros gestos de grandeza, que estas líneas podrían ser leídas.

Los 25 grados y el cielo diáfano del sábado soleado, contrastaban con los seños fruncidos de estrés que portaban los transeúntes mientras desfilaban por la gran ciudad.
Entre el monumento nacional y un pelotón de vehículos que al acecho descansaban en la luz roja, una maratón de peatones exigía el paso en la avenida más ancha.
A Carlitos, la cuenta regresiva del semáforo se le reflejaba en el entrecejo casi como un místico tercer ojo. Agitado, lanzó al aire las gotas de sudor que hacían equilibrio en las hendiduras de sus labios, al murmurar un reciente y visceral deseo apocalíptico: “Ojalá todos estos autos se la pongan contra el Obelisco, boludos”.
Se detuvo al 999 de la larga avenida Rivadavia. Hay allí un Carrefour que en su fachada exhibe la gigantografía de una joven muchacha nórdica, de gran sonrisa. Se preguntó qué mecanismo interno lo impulsaba a estar en la puerta de un lugar como ese y no en una plaza. “Semejante día y yo traicionando al viejo”. Resignado, cerró los ojos, avanzó unos pasos y la puerta del supermercado se abrió ante él. Zamarreó el primer changuito que encontró y fue a la carga.
“Tranqui, hoy va a ser rapidito Charly “, parecía alentarle una voz interior.
Tenía entre sus manos las lamparitas que necesitaba su departamento cuando el sonido de ambiente que envolvía al supermercado le iluminó el alma. Melómano, aunque no ecléctico se sorprendió gratamente al escuchar tonos tenues, agradables, como de vals. Olvidó prejuicios y contempló el braceo de los clientes, que con gracia y al unísono, como en una democrática danza, amagaban vaciar las enormes góndolas, de una manera acompasada, hasta con cierto decoro.
_Cuantos preconceptos tenés Carloncho. El Gaita tuvo ese negocito que para vos fue lo máximo, qué sé yo, como la panacea barrial sería. Pero vos eras chiquito, y el Gallego tu papá. Nada menos. ¿Cómo no vas a idealizar? “Escuchá que melodías te están pasando ahora…”
¡Ponele onda que los tiempos cambiaron cabezón!

Carlos tenía por costumbre hablar solo. Podía pasarse varios minutos compenetrado en cálidos y minimalistas monólogos. De carácter sensible, nostálgico, recordaba siempre aquél almacén que su padre tuvo en la parte delantera de su vivienda, situada en Rivadavia, casi Ayacucho, a media cuadra del edifico de Luz y Fuerza, en el Partido de San Martín. Se le vino a la mente un cuaderno verde del que el simpático español se valía para fiarle a clientes que, seguro, le pagarían a fin de mes; pero una voz artificialmente feliz, que informaba sobre ofertas y los beneficios de recargar el crédito del celular dentro del super, lo acercó de vuelta a aquél sábado de compras.
Cerró sus ojos y vio con nitidez, a unas viejas que cuarenta años le tocaban el timbre a Don Javier, que siempre las atendía aunque el local estuviera cerrado.
–Zzeñoras zerré porque Carlitos cumple diez añus, pero igual me alegro de verlas…
Un tono de voz centroamericano, con el cual nunca comulgó, pareció bajarlo del limbo. “Si el norte fuera el sur sería la misma porquería…”. Desorientado ya sin acordarse lo que iba a comprar, contempló productos pintorescos, figuras decorativas (para él), que rezaban: Cous Cous Randa, origen Líbano; Comino Rajah de la India y pimienta de Jamaica. Notó que aquella entusiasta voz de los altoparlantes cortaba a la mitad un tema que hablaba sobre un pez tiburón, para anunciar que las compras superiores de 100 pesos participarían de un sorteo debido al cercano cumpleaños de la cadena de supermercados.
Observó que nadie hablaba con nadie en aquél lugar, ni siquiera se intercambiaban miradas. Tan diferente al local de Papá Javier, almacén que siempre hacía las veces de club social. La gente se enteraba de todo lo que pasaba en el barrio. Hasta un par de matrimonios se empezaron a gestar, cuando los purretes (¡que estaban obligados a usar pantalones cortos!) y las pibas chamullaban antes de ser atendidos en la noble covacha.
Como si recibiera una perfecta combinación de golpes de boxeo, su cerebro acusó el nuevo anuncio de ofertas: “En nuestro cumpleaños, 2x4 en productos de limpieza”, seguido de una afirmación que manifestaba el afecto incondicional que la multinacional siente por cada uno de sus clientes. Automáticamente, el reguetón empezó a sonar, a barrer el soliloquio interno y también a todos esos recuerdos tan antiguos.
Carlos respiró bien hondo, giró tanto la cabeza que impactó con el mentón en ambos hombros. Tuvo la misma sensación que al cumplir los diez años, cuando aún siendo Carlitos, reveló por sus propios medios, aquel enigmático truco, que con obsesivo recelo guardó su tío por años. Pero al verlo que tan borracho ensayaba esa peligrosísima prueba de magia que incluía 2 serruchos, una petaca Mariposa y una pistola calibre 38, el niño comprendió que la vida era más llana de lo que parecía.
Una vez iluminado, el velo de sus ojos se le cayó solo, y podía ahora ver lo que nunca antes pudo: la música aceleraba a la gente; el ritmo casi frenético las invitaba a abalanzarse sobre los productos. ¡Abra cadabra! Notó que al instante que el número de cajas registradoras habilitadas se habían duplicado en comparación a cuando él había entrado. Se convenció de que la gente que estaba en la cola vaciaba el carrito y desenfundaba la billetera de acuerdo al tempo musical. Se acordó del filósofo Diógenes de Sinope, el cínico, que al pasar por los mercados se mataba de risa al ver cuantas cosas había allí… que él no necesitaba. El ruido de 20 paquetes de galletitas que caían de un estante lo volvió a la realidad en un instante. Se acercó para auxiliar al bueno del señor de rostro elefantino que había tenido el percance. Cuando levantó el segundo paquete amarillento pudo leer: “Double chocolate” …”cookies”…”for a warm, melty chocolate experience pop a cookie”…”in the microwave for 10-12 seconds”.
Miró el reloj y tomó conciencia que había olvidado tomar el ansiolítico que eligen el 6 de cada diez porteños. En forma automática desvarió. La mente empezó a funcionarle como un defectuoso proyector al que se le cruzaban una catarata de escenas en forma anárquica: la carrera por la 9 de Julio, los mensajes subliminales, el manejo de la música como herramienta manipuladora. La agonía del viejo almacén y el preocupante apuro de no saber a donde ir…
A Carlitos se le zafó la cadena, entonces quedó libre aquel interior animal de granja, que lo incentivaba a desear todos aquellos productos que tenía delante de sus narices. Aplastó con la frente uno de los paquetes del piso. Presionaba otros dos con sus rodillas, mientras agitaba los dedos, emulando una especie de danza macabra.
Gritó: “¡Diez segundos en el microondas nada más! ¡Nos hemos convertido en unos comehamburguesas de mierda!”.

Acto seguido, arrojó un caja de fósforos encendida, dentro de un paquete de maíz vacío en 3/4 partes. Infló y luego amarró media docena de condones en los laterales de la bolsita, revoleó por los aires el extraño experimento. Se escuchó una sutil explosión, luego un puñado de pochoclos comenzó a caer como diminutos paracaidistas que saltaban de un rudimentario globo aerostático. A ciencia cierta, poco importa si imaginó o realmente llevó a cabo la última acción, porque el objetivo de Carlitos a esa altura era que se lo trague la tierra y lo cague al río. Con la ayuda de tres guardias pudo encontrar la salida al instante, cabe aclarar que ellos tampoco les respondieron la anterior duda de los pochoclos.
Más relajado después de las descargas verbales y físicas, comenzó a caminar muy lento, pero su día de furia no había terminado. Pasaba por supermercados orientales pensando:
-¡Qué culo estos chinos! Fabrican unos cuentos tan raros que ni ellos se los creen. Inventaron la pólvora. Son la mitad más uno. Organizaron los últimos juegos Olímpicos y encima, las viejas de la feria dicen que no pagan IVA. Convenios del gobierno de ellos con el nuestro, ¿bisnes son bisnes? Lo que se dice un negocio chinito.
Parecía caminar sin rumbo ni paz Carlitos, como buscando algo que ya no existe. Pero al fin, en la calle Venezuela, casi Piedras, encontró un almacén que no era tan viejo ni tampoco estaba delante de una vivienda. Ni siquiera una radio tenía, sólo un par de personas que silbaban en la entrada el local y al fondo del mismo, un fantasma con cara de polaco, engominado, con su voz ronca entonando: “…que ciego canta y en penumbras la pelea. Sereno y fiel te espera, ese último almacén”. La espectral imagen que solamente él contemplaba, no le hizo mella. Se quedó muy tranquilo porque encontró allí, gente que conversaba sobre cosas pequeñas, sencillas. Tenían tiempo, nadie los apuraba, entonces ahí sí Don Carlos recobró la lucidez.